Era tan pequeña…
pero el dolor no tuvo piedad de mi tamaño.
El mundo se partió sin hacer ruido,
y yo me quedé sentada en el borde,
esperando…
como si aún pudieras volver.
pero el dolor no tuvo piedad de mi tamaño.
El mundo se partió sin hacer ruido,
y yo me quedé sentada en el borde,
esperando…
como si aún pudieras volver.
Desde que te fuiste, algo en mí no creció.
Creció el cuerpo, sí.
Pero el alma… se quedó en esa habitación,
donde por última vez tus ojos
me dijeron sin palabras: ya no estaré.
Nunca hubo un adiós.
Solo un silencio torpe, largo,
que se instaló en la casa, en la ropa, en mí.
Y aprendí, sin quererlo,
que uno puede acostumbrarse a todo…
incluso a vivir sin lo que más ama.
Me acostumbré a no escuchar tu voz,
a no encontrarte en los rincones,
a no recibir tus abrazos a mitad del día,
a convivir con un vacío
que no hace ruido… pero pesa.
Y seguí, sí.
Pero dolía más.
Como una flor nacida entre ruinas:
con vida… pero llena de grietas.
Así crecí, así camino…
Fuerte por fuera,
un poco rota por dentro.
Y todavía me duele.
Me duelen los abrazos que no llegaron,
las palabras que quedaron flotando,
las versiones de mí que tú nunca alcanzaste a conocer.
Dicen que el tiempo lo cura todo.
Pero hay ausencias que ni el tiempo se atreve a tocar.
Hay vacíos que no se llenan…
se aprenden a cargar.
Y no escribo para entender.
Escribo porque a veces las palabras
son lo único que me sostienen.
Porque caminar sin ti
es como hablar en otro idioma:
todo suena raro…
Y todo duele un poco más.
Es que nadie me enseñó a vivir sin ti.
Y nadie debería…
Nadie tendría que entender esto.
Ni sentirlo.
Ni escribir sobre cómo es seguir…
seguir sin ti.
Y aun así, aquí estoy:
cosiendo versos con la voz rota
y el alma temblando.
Imaginando que un día…
cruzarás esa puerta,
sonreirás
y me dirás:
“No pasó nada, ya estoy aquí.”
Y yo sabré…
que esta vez ya no habrán finales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario